Jesús

Publicado por garvidal en

Sin ningún motivo el mar se arrojaba contra las rocas que habitaban bajo el acantilado intentando arrastrarlas. Jesús observaba aquel decorado intentando encajar cada una de ellas en el lugar del que se habría desprendido, quién sabe cuánto tiempo atrás, arrancada de su pedestal por la fuerza del agua, por el viento, por el mismo tiempo que se conjuraba contra la costa para arañar de ella cada grano de arena con el que poblar sus playas. Le inquietaba el mar. No tenía una cadencia fija, ni un volumen mesurable, no se atenía a razones lógicas y crecía y menguaba en mareas a capricho de la luna. Había estudiado las mareas con interés, como la fuerza gravitatoria de los astros que nos rodeaban hacían que los mares crecieran y decrecieran y que, en algunos lugares, las playas desaparecieran por completo al capricho del agua. Allí, en su pueblo, en su mar, las mareas no eran tan poderosas ni tan elocuentes. Quizá el Mediterráneo era ya un mar viejo y cansado, un mar anciano que tan solo sabía enfurecerse en tempestades feroces, un mar vengativo y cruel que, como bien decía su padre, odiaba a los hijos de los fareros; bien lo sabían ellos. Todo eso pensaba Jesús en su eterno silencio, sentado junto a Nora en la sinuosa escalera que descendía hasta la minúscula cala, como una costumbre adquirida, una visita casi religiosa cada tarde al mar que los rodeaba, cada tarde un escalón más abajo, cada tarde más cerca, intentando domesticar el miedo, el odio y el dolor.

-¿Nos vamos? –le preguntó Nora.

Afirmó con la cabeza dejándose tomar del brazo por ella y ascendieron de nuevo hacia el faro que, en breve, comenzaría a lucir.


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