Atasco

Publicado por garvidal en

“A la segunda va la vencida”, pensó, y volvió a bajarse los pantalones en medio del virulento tráfico que inundaba la avenida esa mañana de verano. El reflejo del sol en sus blanquecinas nalgas cegó sin remedio entonces, al conductor del autobús número 8, que había olvidado las gafas de sol y las llaves de casa en la chaqueta colgada tras la puerta de su apartamento. Y así fue como el autobús en pleno, con sus cuatro ocupantes, el conductor, un perro y dos maletas a rebosar ropa sucia, fue a empotrarse contra la puerta del hotel Llanura, frenando casi a la altura del mostrador de recepción en el que, afortunadamente y como era desgraciadamente habitual ningún cliente se estaba registrando en ese momento. El revuelo del accidente provocó que nadie se fijara en el hombrecillo que caminaba como un pingüino intentando desesperadamente llamar la atención sobre la pancarta que llevaba pegada al pecho y en la que podía leerse “Maruja, te quiero, cásate conmigo”, solicitud que, obviamente, la tal Maruja había ignorado centrándose en cualquier otro menester de más enjundia que casarse con semejante zote. La policía, recién llegada, sacó al conductor de los restos del autobús, el cual no paraba de confesar que un culo lo había cegado, ante la sonrisa burlona de uno de los policías y el disgusto notable de su compañera que no le veía ninguna gracia al tema. “Mire la que ha liado por ir mirando dónde no debe”, le decía, ante lo que el pobre conductor pensó que mejor dejar de hablar y esperar que el carajillo y el chupito de orujo del almuerzo no fuera suficiente para dar positivo en el control de alcoholemia que le iba a caer seguro tras el choque. La multitud se agolpaba alrededor del siniestrado vehículo mientras una ensordecedora sinfonía de cláxones bramaba enfadada, como si las fichas de un dominó multicolor se hubieran desparramado sobre el asfalto e intentaran moverse sin tocarse unas a otras. Nuestro hombrecillo se arrancó el cartel del pecho, subió sus pantalones y, resignado, caminó cabizbajo hasta la cafetería de la esquina en la que pidió un cortado y un pincho de tortilla, pese a lo cual, la camarera, ensimismada con el espectáculo de la calle, también lo ignoró y lo dejó solo en la barra mientras caminaba hasta la puerta secando sus manos con un paño blanco que pendía de una de las cintas de su delantal. “Hay días que…”, pensó él. Y se marchó a casa.

Categorías: Microrrelato

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