47 años

Hay una hora en la que el día se besa con la noche y la tarde se sonroja. A esa hora los recuerdos se vuelven más intensos y se filtran a través de la quietud del ocaso, atajando al corazón desde el pasado como una fuente que borbotea. Es esa hora en que la vista se pierde en el horizonte que agoniza, en la luz que muere y cae la vida en un sopor tranquilo. Es en esa hora cuando ella me visita, se sienta junto a mí en el sofá, entrelaza su mano con la mía y pide que le cuente alguna de mis historias, aunque se las sabe todas de memoria. Le hacen reír, me confiesa, todavía le hacen reír. Yo me dejo llevar por mi pasión por contar historias, las exagero, las adorno, las retuerzo para hacer brotar su risa y de ella me alimento. Cuando dejamos de reír miramos hacia delante, sabiendo que no hay un futuro. Y entonces, sin previo aviso, me despierto. Ya ha caído la noche, ya no está. Hoy sería su cumpleaños, pienso, hoy cumpliría cuarenta y siete años. Me invade una tristeza hermosa, que ya no duele pero que permanece, y pienso, como cada año, que ya que no podemos celebrar su cumpleaños al menos, siempre, celebraremos su recuerdo.
1 comentario
Yolanda · 4 octubre, 2021 a las 13:35
Precioso relato. Ella seguirá riéndose de tus historias