Abril
Ese año nevó en abril. No era lo habitual, aunque los más viejos del lugar recordaban una copiosa nevada a mediados de abril de hacía casi cincuenta años. La altura que alcanzó la nieve en aquel entonces crecía cada vez que contaban la historia, al amparo de la estufa de leña que crepitaba en la esquina del local, con las tazas de humeante café entre las manos y apiñados unos junto a otros como buscando el calor que la fría mañana les negaba. Fuera, la nieve continuaba cayendo, hermosa y temible al tiempo, iluminando el día y creando postales intransitables. Un perro negro jugueteaba hollando la nieve que cubría la plaza mientras algunos niños, los niños nunca tienen frío, se aplicaban en lanzarse helados proyectiles los unos a los otros con sonoras carcajadas y algún llanto. El tiempo parecía detenido, el campo era tan solo una pradera blanca e infinita y la bendición de los copos seguía cayendo sobre el pueblo a modo de lluvia plácida. Parecían estar dentro de una de esas bolas de nieve que traían los padrinos como recuerdo de los viajes a sitios lejanos, como si formasen parte del elenco de una película de navidad. Salió del bar con el sabor del café todavía en los labios y el caminar tenue de alguien desacostumbrado a la nieve. Con pasos poco firmes fue colonizando la calle hasta llegar cerca del vehículo que había abandonado malamente junto a una montaña blanca que parecía guarecerlo. Miró la calle, que parecía un tobogán vertiginoso y pensó que, quizá, otro café no le haría ningún daño.
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