Año nuevo
Los días se alargan despacio, con ese sol de invierno de luz tenue pero intenso en las apoteosis de sus atardeceres. Las heladas patinan en el filo de la navaja que corta la noche en mañana, en esa hora que cruza a los madrugadores con los insomnes en los torneos de caballeros sin escudo, heridos por los puñales de la rutina. Tras los besos y los abrazos, tras la navidad felicitada y los deseos de año nuevo, vuelve la vida a sus railes, ignorante de solsticios y de cifras. Todos los cambios prometidos se quedan en los brindis que se dieron, en los fondos de las botellas que ahora se rompen en los contenedores repletos de migrañas. Todavía con el sabor del último turrón en la boca, vuelve el café desangelado de la mañana, los bostezos contagiados y la soledad perpetua del que camina. Los kioscos se llenan de fascículos, robando el espacio a los matasuegras y panderetas, hacinados en cajas hasta el diciembre lejano. Quedan todavía por dar los regalos, los monarcas de pega con los que sueñan los niños y se desencantan los mayores, los regalos sinceros, los pautados y los falaces, la noche de espera nerviosa, los camellos que devoran galletas y leche y, después, los gritos, los llantos y el papel que se rasga para descubrir si la carta llegó a oriente, al polo norte o se quedó, como los restos de los polvorones resecos, al fondo de la bolsa de la basura. Y nada cambia, pese a que todo es distinto, los mismos pasos llevan a los mismos lugares, cada día, y las arrugas invisibles en el alma se van marcando con el tic tac de los relojes. Hoy queda un día menos para mañana y el olvido se nos acerca. Que no queden bailes por bailar ni besos por dar, que no queden, al otro lado del cristal, todos los abrazos que no nos dimos.
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