Apláusos
Volver a casa era siempre tan complicado como lo fue para Ulises regresar a Ítaca. Los cíclopes siempre mostraban su ojo rojo, las calles, empapadas de gente, le enviaban galernas de seres humanos que la llevaban a luchar contra la marea, cada paso era una derrota, cada metro un infinito y la mayor de las peleas era la que libraba contra su voluntad. Luchar contra sí misma era lo que mejor sabía hacer mal, superar esa voz de su interior que le impelía a dejarse llevar era un imposible contra el que se enfrentaba cada instante, la victoria inalcanzable a no dejarse arrastrar a esa parte oscura en la que mora la tristeza y la melancolía. Remaba contra corriente, sin viento a favor, como el que camina contra el viento. Tenía llagas en el alma, los dedos llenos de cortes de los sarmientos de la vida que, en tiempo de vendimia, le negaron la vid. Los lazos en las solapas no le curaban las heridas, los aplausos de los políticos le sonaban igual que las bofetadas que recibía en casa, las miradas desviadas de los que no querían ver eran golpes tan duros como las patadas y los gritos. Su vida era un secuestro con rehenes, sus hijos las únicas anclas que le quedaban a una realidad de la que solo deseaba huir, también sus miedos, el chantaje eterno, la mentira diaria. Maquillaba sus moratones y sus tristezas, ocultaba la verdad de todos sabida y se dejaba los ultrajes bajo la ropa de otoño que vestían sus días eternos. Sus noches, acostada junto a su verdugo, inmóvil por el dolor y el miedo, eran el castigo oscuro a la cobardía que la apresaba, la culpa impuesta que terminó haciendo suya, la mirada baja que el espejo no se atrevía a devolverle. Había tenido un millón de veces el número marcado en su móvil, pero el castigo que temía sufrir era más fuerte que ella. Un día, más oscuro que el resto, se convirtió en el siguiente número, en una noticia más de un telediario. Y hubo políticos que aplaudieron con caras circunspectas y sus aplausos sonaron, una vez más, como bofetadas.
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