Aromas
El aroma de los limones le sabía a melancolía y añoranza. Paseando entre los frutales, Leo acariciaba las pieles rugosas de los, todavía verdes, frutos y los acercaba a su rostro para sentir su olor e impregnarse de él. Entonces, el recuerdo del leve rumor que producían junto al hielo, flotando en la superficie del agua de la jarra que su madre ponía sobre la mesa cada tarde de verano, le llegaba con una nítida precisión, como una imagen detenida en el tiempo dibujada con olores y sabores de aquellas comidas familiares que tanto añoraba. A su lado su hermana Marta, frente a él Jesús y Pilar, sus tíos, al final de la mesa su padre, con el rostro sereno que usaba los domingos de estío; su madre zumbando alrededor de la mesa llevando y trayendo platos desde la cocinilla de la casa de campo que ocupaban cada agosto, a tan solo unos pocos kilómetros de la insufrible ciudad de su infancia. La abuela Pura, como siempre, sentada en un sillón que traían desde el salón y con una pequeña bandeja sobre las rodillas en la que desmigaba un trozo de pan duro y lo daba para comer, tras mojarlo en leche, al gato que ronroneaba junto a ella. Siempre vestida de negro riguroso, siempre con una historia que contar, siempre ajada por el tiempo pero jovial por disfrutar de su familia, la abuela Pura, que se apagó poco a poco como la llama de una vela. Recordaba sus voces, sus risas y sus caricias, recordaba el sonido de las cigarras, el zumbido de las avispas y las moscas, incómodas invitadas que nunca faltaban a la cita y, tras todo aquello, recordaba las siestas a la sombra de la parra que habitaba sobre esqueleto del toldo que una vez cubrió el porche de la casa. Leo recordaba todo aquello mientras caminaba entre las hileras infinitas de frutales que le regalaban aromas para sus recuerdos.
0 comentarios