Atreverse
Algunas veces dejaba caer la mano a su lado, como si buscase ser recogida por la suya en un gesto de cariño reservado a aquellos que se dan sin miedo el uno al otro. Él la observaba de reojo, sin atreverse. Esa era su historia, así podría titularse: “sin atreverse”, sin tener el valor de traspasar la membrana impermeable del miedo al rechazo, del temor a haber malinterpretado las señales que le eran tan desconocidas. Temía salir arrojado hacia atrás un mundo entero tan sólo por un paso, perder su compañía por un roce, caer a un abismo por no saber guardar el equilibrio debido que marcaba la prudencia y, cuando ella recogía de nuevo su mano, él daba por perdida la batalla y rebuscaba las razones de una derrota repetida una y otra vez tan solo en su mente. Después se obligaba a centrar de nuevo su atención al escenario aunque, inevitablemente, su alma traidora se imantaba de ella, de su elegante presencia, de aquella calma que lo embriagaba, de la fugaz mirada que, algunas veces, le devolvía un instante con una sonrisa que volvía a dejarlo girando en un sinfín de conjeturas sin salida. Todo era más sencillo, seguro, pero no para él que discutía consigo mismo cada paso, que debía tomar cada decisión por una unanimidad que no existía en su propio mundo, ese lugar tan apartado de la realidad como su mano de la de ella, a un milímetro transformado en un desierto infinito arrasado por el viento a no atreverse.
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