Batallas
El bar estaba relativamente abarrotado, la gente justa para que hubiera ambiente festivo pero sin agobios. La música sonaba a un volumen coherente, no era aquel uno de aquellos sitios en los que todos bailan y cantan a gritos, era un local de reunión y copas, un sitio para hablar, beber o, simplemente, escuchar buena música sin estridencias. Al fondo de la barra, como muchas tardes, yo, junto a la ventana, mirando distraído la tele en la que un partido de baloncesto silenciado me entretenía, otras veces viendo pasar riachuelos de gente por la calle que, ateridos de frío buscaban un local donde refugiarse. Una copa de balón recién recargada con ginebra y tónica como toda compañía, el frío que entraba por la venta despejándome del calor del local, y alguna mirada furtiva al móvil mientras tomaba la decisión de seguir esperando o marcharme a casa. Mis amigos todavía tardarían un rato, se habían marchado a cenar y eran de sobremesa relajada, así que tenía tiempo de espera.
Cuando giro mi mirada para observar al resto de parroquianos, muchos de ellos habituales y de sobra conocidos a los que saludo con una sonrisa y un breve gesto con la cabeza, descubro una mirada que se cruza con la mía. Casual, sin duda. Aunque la mantenemos, un instante, y nos sonreímos. Luego bajamos armas y yo continúo mirando a nadie hasta que vuelvo a mi rincón. Era una sonrisa dulce, sin duda, una mirada amable y curiosa, directa y limpia, sin juicios. Está con otra gente, en la barra. Charlan animadas, elegantes pero discretas. Cuento, al menos, tres o cuatro buitres sobrevolándolas, de mejor plumaje que el mío, que todo hay que decirlo, y, como poco, tres pechos de palomo que las cortejan con su indiferencia. Y yo me vuelvo de plomo, sólidas mis rodillas, impugnables mis razones. La primera, está con sus amigas, ir a hablar con ella sería molestar. La segunda, estoy muy abajo en la pirámide trófica, aquello del pez grande. La tercera, ¿quién me dice a mí que no tienen pareja, marido, esposa o angelito que la guarde? ¿Con qué derecho voy yo a acercarme a rondarla si quien la ronde no le falta?. La cuarta y el resto ya son herencias de antiguos flagelos que me conducen, derrotado por mi propia cobardía, hasta la puerta.
En casa me recibe soledad, como siempre, distante, fría y vacía. Me siento en el sofá, enciendo la tele para que me anestesie y acompañe y decido olvidar que, una vez más, he perdido una batalla que no he luchado.
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