Ceguera
Es posible que aquella tarde también muriera un poco. Es probable que desde que uno nace no deje de morir, y que la vida se consuma en despedidas y se alimente con los besos. Cada despedida es morir. Un poco. Aunque algunas despedidas matan más que otras, algunas despedidas te siguen restando vida tiempo después, como si de ese invierno que nace nunca llegara la primavera, como si se enquistase entre el corazón y los pulmones y se fuera alimentando poco a poco de los besos que ya no están, los que nunca se darán, los besos que se perdieron. Quizá aquella tarde todos morimos un poco, algo murió entre nosotros, se cayeron los lazos, se ensuciaron las vendas, se infestaron las heridas que nos hicimos, y el olvido que no llega, y la muerte que no cesa, se desandaron los caminos, y los que tenían un dónde volvieron, y los que tenían un quién siguieron alimentándose de besos para paliar las despedidas, y los que tuvieron ceguera dejaron de ver, se ocuparon los huecos, se llenaron los vacíos, se ocultó el polvo bajo la alfombra y se comenzó de nuevo. Pero la deriva es terca y los latidos lentos, la vida enfangada se obstina en llenar los pies de barro y ocultar los puentes tendidos. Es posible que, aquella tarde, ella muriera un poco, y que haya continuado muriendo cada tarde, como un eco, que se extingue y que los demás no escuchan, como si hubiera quedado grabado su reflejo en el mármol del tiempo, desdibujándose un poco cada día de tanto acariciarlo de tristezas, convertido el recuerdo en arena que se escapa entre los dedos y termina llevando el viento, sisando su olor y su sabor, apagando el tono de su voz, puliendo inexorable el fantasma de su presencia. Es posible.
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