Dalila
Cuando terminaba la jornada, le gustaba girar el cartel que pendía de una ventosa en el cristal de la puerta de entrada a la peluquería, para que mostrase la cara en la que podía leerse: “No le crecerá mucho el pelo, seguro que puede esperar a mañana”. Después cerraba su local, escuchando el tintineo de las campanillas que colgaban sobre el marco de la entrada, y agotada, pero feliz, volvía a su casa, un pequeño y coqueto apartamento situado justo sobre la peluquería en el que, nada más entrar, el ronroneo de su gato Sansón la recibía con cariño, reclamando atención. Sobre la encimera de la cocina se servía una copa de vino blanco frío, disponía un cuenco de frutos secos y se preparaba algo para cenar mientras, en su pequeño altavoz portátil, se desgranaba su lista de reproducción para noches de verano; algo de bossa nova, toques de bachata y un poco de merengue, música para bailar que la transportaba lejos en el tiempo y le permitía, abrazada al vacío, soñar con los ojos abiertos. Luego disponía, sobre una pequeña mesa que habitaba en la minúscula terraza de la casa, una vela, siempre para iluminar el camino a los que se marcharon, un libro, para viajar a otros lugares y vivir otras vidas, y un pequeño bol con chucherías que la acompañaban en su soledad endulzándola. Los ecos de las noches de verano poblaban la calle y ascendían hacia ella como las volutas de una fogata, los pasos quietos del caminante insomne, los susurros de los amantes furtivos que se besaban en las sombras, los suspiros de la anciana que miraba más al pasado que al futuro desvelada sobre su lecho y las voces lejanas de las televisiones que se propagaban de ventana en ventana. Sansón se acurrucaba en su regazo y ella respiraba el aroma de los naranjos que perfumaban la oscuridad, de los galanes de noche, y toda aquella amalgama la predisponía al sueño ligero del estío. Se desvestía de la azarosa agenda y, tras una ducha breve que terminaba con un buen chorro de agua fría, se dejaba llevar por el cansancio hasta la cama donde la esperaban un millón de sueños y fantasías, algunas de ellas que tendría despierta ya que, para ella, pocos amores había más importantes que el amor propio. Tras amarse se durmió, navegando de nuevo hasta que el amanecer la encontrara plácidamente dormida.
0 comentarios