Dos mitades
Tan solo fue necesaria una mirada para entenderse y que brotara la risa. Había sido así desde el principio, una conexión etérea que les permitía hablar tan solo con mirarse el uno al otro. Él decía que era magia, ella pensaba, en cambio, que ambos eran la mitad de un mismo ser. Les pasaba al bailar, sincronizados, como si sus corazones latieran al unísono marcando el ritmo de sus pasos, les pasaba al buscar sus manos al caminar, a veces parecía que incluso sus respiraciones se acompasaban. Aquella tarde se encontraban separados por una pequeña multitud que se agolpaba entre la mesa de los aperitivos y la barra del bar. Habían caminado juntos hasta la puerta y allí, venciendo la gravedad del uno hacia el otro, se separaron para interceptar a los camareros que volaban entre la concurrencia con bandejas menguantes. Él alcanzó una cucharilla de plástico cargada de arroz y la levantó como una ofrenda y allí estaba ella, al otro lado de la sala, sonriendo mientras cargaba con dos copas de vino blanco, a sabiendas de su conquista culinaria. Con un quiebro de cadera robó con precisión dos croquetas de sabor indefinible y, como si de un estoque se tratara, llegándose hasta ella acometió su boca. A cada bocado, a cada trago, el resto del mundo se difuminaba, como papeles coloreados al viento, y ya al final de la tarde, cuando la orquesta comenzó a tocar, tan solo existían el uno para el otro en la pista de baile. Y bailaron.
0 comentarios