El árbol

Había plantado aquel árbol con su padre cuando tan solo contaba con seis años de edad. Recordaba ese día, de sol radiante, ese sol de final de primavera que comienza a calentar a media mañana, como si hubiera sido ayer mismo. Ella llevaba un vestido corto, de tirantes, con el pecho de nido de abeja y un volante bordado con gatos de colores en la falda, atuendo que su madre le había confeccionado con mimo durante el invierno. Su padre, aquel padre enorme que recordaba, joven, poderoso, vestía un pantalón vaquero y un camisa azul, abotonada tan solo con un botón, que volaba a su alrededor cuando soplaba un poco de viento. Con una pequeña azada, que su padre llamaba legona, en dos o tres certeros golpes hicieron un hoyo pequeño. Ella introdujo sus pequeñas manos en la tierra, húmeda y fría, junto a las grandes manos de su padre, para darle oxígeno a las raíces, según le contó él, y para que aquel pequeño tronco sintiera el calor de sus manos cuando lo plantaran. Eso, le dijo, haría que aquel árbol fuera de los dos y que siempre los protegiera y les diera sombra. Después, con un pequeño cubo azul, humedecieron todavía más aquel fértil suelo y, dejando un surco alrededor, plantaron el bulbo de raíces y tierra cubriéndolo con una pequeña montaña extraída de aquel mismo suelo. Después, con sus pequeños pies descalzos, ella aplastó ligeramente el suelo alrededor del arbolito y ambos se quedaron observando su obra durante un buen rato, cogidos de la mano, orgullosos y felices. Ella vio crecer aquel árbol y el árbol la vio crecer a ella. Recordaba tardes de lectura a su sombra, recordaba visitarlo en invierno, cuando estaba desnudo de hojas, y regarlo con mimo en verano. Siempre había estado en su vida y allí se quedaría para la de sus hijos. Había plantado aquel árbol cuando tan solo contaba con seis años de edad y hoy, con el corazón encogido, dejaría las cenizas de su padre sobre sus raíces para que formara parte de él y pudiera sentirlo cada vez que volviera a estar bajo su sombra.