El baile
Todas las puertas estaban abiertas en aquella casa junto al lago. La brisa que desprendían las aguas jugueteaba con las cortinas de las ventanas haciéndolas bailar y el ritmo inconstante de las pequeñas olas adormecía a Daniel mientras luchaba por no releer una y otra vez el mismo párrafo de aquella novela. A veces se levantaba, poniendo sus manos sobre sus lumbares para intentar desentumecerse de la quietud de las tardes de verano, y caminaba sobre la quejumbrosa madera del porche soñando con aquel baile de hacía ya una eternidad en el que la acompañó a la pista. Casi podía verla, con su vestido turquesa lleno de tules que caían en cascada hasta sus bonitos zapatos charolados de medio tacón, aquel recogido de su cabello pardo y el rojo intenso de unos labios que se moría por besar. Él, en cambio, de sobrio traje negro en el que tan solo un pin de una pequeña Betty Boop rompía en su solapa la seriedad de su gesto, con el cabello brillante y rígido por la espuma que había aplicado generosamente encerrado en baño de casa de sus padres. Y bailaron, como si fuese su último día en la tierra, su mano en la cadera, la de ella sobre su hombro, con la mirada enfrentada y una sonrisa en el corazón de ambos que los aisló del resto del mundo. El sabor del ron barato con cola que habían hurtado del colmado de Don Cosme, el olor al tabaco negro que fumaban en la puerta los enfats terribles del instituto y los brillantes destellos de la bola de discoteca que habían colgado del techo del gimnasio quedaron para siempre en su memoria como adoratrices de los descarriados, mientras que aquel baile fue, para él, el momento más puro que podía recordar en toda su vida. Daniel retornó a su lectura. La tarde tocaba a su fin y cierto relente húmedo lo obligó a cerrar puertas y ventanas para guarecerse de los recuerdos que, hermosos, volverían como las mareas cualquier otra tarde.
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