El castañero
Bajo el brillo encarnado de las luces, la navidad se despereza. El frío, enrojecido sobre las mejillas de los niños que corretean alrededor de sus padres, ha llegado de repente, como un invitado que se presenta antes de la hora convenida. El pardo del otoño ha mudado en vivos colores sobre las bufandas, bajo los gorros de lana coronados de pompones, en los guantes con los que no se cazan ratones. Eusebio mira a la gente pasar, cargados de bolsas, sonrientes, con los villancicos en la punta de la lengua. También ve a otros, solitarios, algo tristes, añorantes de los que ya no celebrarán las siguientes fiestas. Él, mientras, habita en esa esquina desde hace casi treinta años, junto a la pequeña locomotora de carbón en la que asa castañas y boniatos. La encontró abandonada en la finca de su suegro; sus cuñados la dejaron morir ahí por respeto a su padre, sin atreverse a destruirla, pero sin ganas de volver a plantarla en su lugar: la esquina del parque, junto al instituto. Él les pidió que se la dieran, le cambió las viejas ruedas de madera por dos neumáticos de carretilla, la pintó con mimo, y volvió a encenderla como si fuera nueva. Y allí la vieja locomotora ve pasar los años, con el vientre lleno de castañas y boniatos, con un saco de arpillera donde las guarda todavía calientes a la espera de sus clientes, mientras Eusebio, con sus guantes sin dedos, las cuenta cuando las mete en las pequeñas bolsas blancas de papel que les entrega a sus compradores llenas de calor. El castañero ve pasar el invierno frente a él, las familias que crecen y decrecen, los niños que dejan de serlo y los ancianos que cada día lo son más. Eusebio se resguarda del frío en la pequeña cabina de la locomotora, con su lámpara de carburo, con su saco de arpillera y con la tristeza de que, más pronto que tarde, su tren partirá en cuanto llegue la primavera.
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