El coleccionista
La primera vez que su madre lo llamó tarambana pensó que aquel sería un nombre perfecto para un payaso, y decidió guardar aquella palabra. Esa fue la primera de su colección. A partir de ahí comenzó a guardar en su interior todas las palabras que le provocaban sensaciones, que le mostraban colores, que le permitían olerlas, tocarlas, amarlas. Las escribía en pequeños pedazos de papel que luego pegaba con pulcra sencillez en su libreta, en aquel cuaderno de tapas de cartón encarnado que llevaba a todos sitios. Algunas veces las repasaba mentalmente, como el que visita a antiguos amigos, paladeándolas, “colateral, cárcava, Asdrúbal, evidente, salazón, sempiterno, austero…”, otras las descubría en pequeños poemas escritos en las paredes de los baños o en los pétalos de las flores, “pistilo, buhonero, mimbre, melaza…”; y, las más, las sentía en susurros bajo la piel de sus lapiceros y plumas. Así, entre palabras, caminaban a su lado los años y los cuadernos, llenó salas enteras con palabras, de las que embellecen al saberse amadas, regándolas de vocales, alimentándolas con artículos y haciéndolas crecer con superlativos. Casaba adjetivos con sustantivos, llevaba de la mano a los verbos para que no se cansaran demasiado y terminó adorando tanto a las preposiciones que las anteponía a casi todo. Dejó de escuchar a los demás, solo buscaba en sus voces las palabras que le gustaban; abandonó el lenguaje, la coherencia, la razón para ser, tan solo, un sinónimo de sí mismo. Lo llamaron loco, pero prefería lunático, demente o chiflado. Y al final, a la postre, en el epílogo, cuando nada quedó de él salvo palabras, su razón se deshilachó en sílabas perdiendo su sentido y su significado.
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