El colono
En la pantalla veía con asombro como aquel ingenio mecánico fabricado por una decena de países y que había costado una cantidad infame de dinero tomaba tierra en Marte, mejor dicho amartizaba. “Hemos llegado al planeta rojo —pensaba— y yo no soy capaz de ir hasta el otro lado de la cama”.
Aquella era una deuda pendiente que no podía saldar. Desde el primer día, aquel en el que su cama dejó de estar habitada en su totalidad, él había sido incapaz de colonizar el otro lado, ese lugar ahora inhóspito y desolado en el que, no mucho tiempo atrás, moraba la otra mitad de su razón de ser. Ahora, aquel desierto junto al que dormía, perseveraba en recordarle su imparidad, su soledad nocturna, el infinito espacio en el que no estás. Cuando se levantaba por las mañanas la cama quedaba rota, desecha tan solo en su mitad, tensa como un lienzo en el lado que se burlaba de su miedo a colonizarlo.
Al principio creyó que lo más fácil sería encontrar otro habitante para aquel extraño vacío, pero tan solo halló transeúntes buscando cobijo en noches de tormenta. Después intentó mudarse, pero se asustó pensando en que si habitaba aquel lugar perdería el suyo propio y todo volvería a comenzar. La geometría tampoco le fue de ayuda, el centro de la nada sigue siendo la nada. Y, finalmente, se dio por vencido. Se percató de que vivir en uno u otro lado de la cama no era distinto, lo que de verdad añoraba era colonizar el aliento en el rostro, la caricia inesperada, el despertar cálido de otro cuerpo junto al suyo.
Y siguió durmiendo, en su lado de la cama, junto al desierto tenso como un lienzo en el que él ya no pintaba nada.
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