El inventor de sueños
Se imaginaba soplando a la vida, igual que se hacía con la sopa caliente, para enfriarla y poder tragarla. Toda la compañía que anhelaba era la del sonido del agua a la orilla del río, la del viento entre los juncos y el sonido lejano de las ánades chapoteando sobre las pozas. Pero cada mañana, cual Sísifo, ascendía hasta la cima de la montaña cargado con su piedra particular para verla rodando ladera abajo una y otra vez, sentado tras el mostrador anodino de su trabajo, recibiendo a extraños cuyas vidas le tocaban tan poco como la fortuna. Y allí se abandonaba a sus sueños entre rostro y rostro, se permitía escapar a esa habitación blanca en la que nadie podía entrar, forrada de libros e historias que le insuflaban vida, no como aquellas que se la robaban. Vender su vida a plazos, alquilar su tiempo, esa era su maldición y la de casi todos, ceder las horas a cambio de lo necesario para vivir el resto de día. Y así se sentía, un impostor lastrado por su propia miseria. Una mañana, quién sabe por qué, decidió inventar un sueño para cada persona a la que atendía. Los veía sentarse frente a él y los imaginaba: él querría haber sido piloto de avioneta en Alaska; ella habría matado por ser cirujana y haber podido curar a su padre; esta pareja sueña con viajar cargados con una mochila por las rutas de Nepal. Y así, en los sueños inventados de los demás, creció el suyo de crear historias. Y las historias fueron vida que otros vivieron. Y les dio alas para soñar despiertos mientras alquilaban su tiempo para sobrevivir en sus habitaciones blancas.
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