El invitado
Sentado a la mesa se deleitaba con las descripciones de los platos y los comensales que lo rodeaban. Después caminaba hasta la cocina acompañando al protagonista mientras este hablaba con un personaje secundario de esos que aparecen y desaparecen en las historias y de los que, a veces, uno termina enamorándose más incluso de que los principales. Allí, en la cocina inglesa de finales del siglo XIX, casi sintiendo el calor de los fogones sobre su piel, el olor del pan caliente y los aromas de los guisos que puchereaban sobre el fuego, descubría que la escena se repetía y, cansado, cerraba el libro atrapado como estaba en el mismo párrafo al que el sueño lo ataba. Para él, abrir la tapa de un libro era una invitación, una cortés llamada a introducirse en un mundo tan distinto al suyo, tan emocionante que, cada vez con más frecuencia, le costaba regresar a su pequeño lugar cotidiano, a ese escaso deambular por una vida anodina y pequeña cuyo único refugio eran los libros. Ya desde pequeño había navegado bajo las aguas del mar en el Nautilus, había pescado ballenas junto a Ismael persiguiendo al demonio blanco, había surcado las estepas siberianas a la grupa del caballo del correo del Zar y, como olvidarlo, había sido el silencioso observador bajo las aspas de los molinos que derribaron a Alonso Quijano en su locura. Las pilas de libros eran las columnas que sostenían su realidad, los pilares sobre los que se alzaban sus sueños, los guardianes de su fantasía. Era el silencioso invitado a un millón de mundos en los que tan solo se podía quedar a mirar, como un eterno voyeur mudo y transparente.
Cerró el libro y se quedó pensativo. ¿Sería él de quién la historia hablaba?
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