El mar
Descubrió que la playa era solo la antesala del mar igual que lo era la pasión del amor, un trozo estrecho de mundo que daba acceso a un lugar casi infinito en el que uno podía perderse para siempre y, a veces, también ahogarse sin remedio. A él le gustaba pasear descalzo por la estrecha franja que separaba el mar de la tierra, por esa línea indefinida que oscila inconstante y que a veces te moja los pies mientras que otras huye de ti, como si el mar estuviera atrapado en una duda infinita que lo lleva a crecer y menguar sin tregua. Pero lanzarse al agua, arrojarse a navegar era algo que no había previsto y que, ahora, se le antojaba una aventura digna de ser vivida. Desgranaba el horizonte con una nueva mirada, con la perpleja curiosidad de aquel que ve el mar por primera vez, con la infantil ilusión de un nuevo juego, como aquel que emprende un camino cuyo destino no importa, y, tomándola de la mano, se vistieron ambos de mar hasta que fueron océano.
— Puede que el mar, como el amor no sean eternos –pensó–, pero sí son infinitos.
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