El naufragio
Todo naufragio arroja restos a la playa. Van envueltos en restos de coral roto, amarrados entre algas que se empeñaron en retenerlos. Aquellos que dejaron nuestras naves nos son comunes, recuerdos de las derrotas que nos precedieron, jirones de velas que ya no tomarán al viento a la deriva, maderos hinchados flotando entre la espuma del pasado. Quizá, sentados en la playa, observemos los féretros de nuestras ilusiones hundidas ollar la arena, como si la ballena blanca que nos embistió sin esperarlo no fuera otra cosa que nuestro destino. Qué locos buscamos la mar brava, cómo nos expulsó de su vientre cuando nos pensamos invencibles, cuándo creímos que nada podría hundirnos. Y ahora, que visitamos demasiados tanatorios, que despedimos a aquellos que un día nos acompañaron en nuestro navegar, nos damos cuenta de que las corrientes siguen su rumbo, aunque no estemos allí para verlo. Son tan lentas las horas y tan rápidos los años, es tan mansa la mar tras la tormenta que, al encallar sobre la arena, se prenden sus granos en nuestras arrugas, marcas de vida, cicatrices del tiempo que nos añejan en los barriles tostados de la madurez. Al final, quebrados los remos de nuestras naos, sajadas las velas, seremos el ocaso sobre las aguas que se presenta a la playa como un ocre retrato del final, siempre inesperado, que siempre llega a traición demasiado pronto. Cantemos junto al fuego tenue canciones impregnadas de recuerdos cuando el tiempo restante sea más breve que un suspiro, cuando la mirada hacia el pasado sea más dulce que el borroso mañana. Y el tiempo que nos quede, que sea el más feliz porque nada que perturbe merece ser vivido.
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