El olvido
No se reconocía en las fotografías que poblaban sus estantes ni en los espejos burlones del pasillo. Aquella enfermedad tenía un nombre, pero él la llamaba olvido, el olvido que devoraba su pasado, que se divertía desordenando sus recuerdos, sacando de los baúles de su memoria retazos de tiempos pretéritos que pensó olvidados, las voces que ya no estaban, los sabores perdidos del tiempo de verano que siempre creímos fue el pasado. Reaprender cada mañana a aquellos que se fueron era un duelo constante, buscarla entre los pliegues de las sábanas laceraba su razón cuando comprendía que ya no estaba. Morir hacia atrás, eso era lo único que hacía cada día, despeñarse entre las cumbres afiladas de un tiempo que le parecía no vivido, caminar contra tormentas que ya no regarían sus campos y, en su haber, todas las tristezas del que, cada día, olvida el anterior. Los días de la semana tenían todos el mismo nombre, hoy, el mismo principio desafinado, el comienzo de una existencia vacía que se iba llenando poco a poco hasta que, como un globo, terminaba deshinchado y triste sobre la cama impar. Les pidió que no rellenaran su olvido, les rogó mentiras dulces, plazos infinitos, futuros inciertos y ellos, con los ojos preñados de lágrimas, le dieron paz. Las fotografías desaparecieron de sus estantes y los espejos trocaron en cuadros neutros que le negaban el saludo. Un día se olvidó de despertar y se convirtió en recuerdo.
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