El relojero

Publicado por garvidal en

Permitidme, niños, que os narre una historia, una historia que, según cuentan los antiguos elfos, ocurrió hace ya tanto que el tiempo era solo un niño mal criado, la luna una canica blanquecina y el universo un barrio de estrellas. Quién sabe si fue en nuestro mundo o en un mundo tan parecido al nuestro como dos gotas de agua, quién sabe si fueron nuestros abuelos, nuestros ancestros, los protagonistas de esta historia, realmente tan solo importa que, hubo hace muchos, pero que muchos años, pudo ser ayer, un relojero.

Se llamaba Pieldeseda, y era, con mucho, el mejor relojero de todos los tiempos, capaz de reparar, construir, diseñar y soñar millones de relojes, grandes, pequeños, de cuerda, de muelle, relojes de sol para alargar las horas de la tarde, relojes de viento que repiqueteaban canciones dulces alrededor de sus manecillas somnolientas, relojes de agua, de sueños… Él, según contaban, era el mismo tiempo. Vivía, como no, en el bosque de Deldorf, en una pequeña cabaña de marfil verde (marfil que provenía de las conchas de los caracoles lisonjeros), coronada por un hermoso reloj de cuco. Era un reloj especial, el primer reloj que midió el tiempo del mundo. Antes de aquel reloj no había minutos, ni segundos; realmente los días podían durar tanto como uno quisiera. Había tardes que amanecían en medio de una profunda noche, había ocasos durante todo el día, y, sobre todo, había amaneceres dos o tres veces por semana. Y aquel reloj vino a poner orden en el mundo, en el tiempo.

Pieldeseda contaba que había extraído la madera para aquel reloj del corazón joven de una secuoya con sus propias manos, y la había tallado con un afilado colmillo de golondrina cotilla hasta darle aquella forma tan especial, la forma de una pequeña casita para pájaros bajo la que unas delicadas manecillas doradas contenían al tiempo para que no avanzara ni demasiado rápido ni demasiado lento. Las piezas de aquella pequeña maravilla estaban, en parte, pulidas con sueños de marmota llorona, rematadas con puerros grises y perfiladas en jugo de petunias risueñas, pero la magia real de aquel reloj no estaba en su forma, ni en sus piezas, si no en Corazóndolido.

Corazóndolido era una pequeña lechuza, de la familia de las lechuzas piloto, una lechuza pequeña y juguetona que Pieldeseda había encontrado una tarde con un ala rota al pie de su cabaña. Al parecer había sido durante muchos años la lechuza vigía de una hermosa goleta segadora de los mares septentrionales, y había viajado por todas las plantaciones de trigo salvaje de aquel extraño mundo. ¡El Poeta Borracho! Ese era el nombre de aquella mágica embarcación sobre la que había surcado los mil mares. Hasta que una noche de tormenta, un viento cruel la arrancó de su puesto y la llevó hasta el bosque, lanzándola contra la arboleda en la que se rompió su ala. Desde entonces no había podido volar de nuevo, ni tan siquiera había visto el mar. Esa era su mas dolorosa aflicción y sabía que, por mas que navegara en sueños, nunca podría ver mas allá de las míticas secuoyas de Deldorf. Pieldeseda la recogió y curó su ala con cariño hasta verla recuperada y le dio un hogar, le construyó el más hermoso de los relojes y el primero. Allí ella navegaba de nuevo. Dirigía con enérgicos gritos a los segundos, lanzándolos contra las velas que empujaban al tiempo, “vosotros, los cinco minutos de la derecha, vamos, afianzad las jarcias y los trinquetes, ¡¡cuidado con el palo de mesana!! Vamos, parece que la tarde amenaza con horas intempestivas, ¡¡todos a sus puestos, hay que llevar el día a buen puerto!!”. Esa era la vida de Corazóndolido, ella era la magia del tiempo.

A veces, cuando la tarde estaba calmada y el día caminaba a medio trapo, ella salía de su mundo por la pequeña puerta que coronaba aquel maravilloso reloj, saludaba al viento, al sol, a las nubes y retornaba con presteza a su trabajo, no había descanso, no había tiempo para descansar.

Un día cualquiera, puesto que los días todavía no tenían ni nombre ni número, pasó por aquel paraje un extraño ser. Se hacía llamar Reciente y era, a fe mía, uno de los personajes mas extraños del mundo de los cuentos. Cubría su rostro con una hermosa máscara de nogal azul y en sus brazos, largos y fornidos como nunca antes viera ni veré, una marabunta de plumas almibaradas en reflejos de oro surgían en tropel para formar dos hermosas alas. Quizá en nuestro mundo se le habría considerado un ángel, pero en aquel mundo, en aquel tiempo, Dios era todavía un niño que jugaba a crear seres como Reciente.

Atrapado por la belleza de aquel paraje, Reciente había descendido desde su nube para poder estar cerca de aquella casa de marfil, y para conocer el origen de aquel hermoso saludo que, algunas tardes, podía escucharse en todo Deldorf, ese guiño de tan hermosa factura que se dejaba sentir cuando el tiempo caminaba tranquilo. Cuando se encontró frente a la cabaña de Pieldeseda se sintió pequeño, era como si aquella pequeña casita de marfil se extendiera mas allá de donde la vista alcanzara. ¡Cuán diferente era desde ahí! Cuando él la miraba desde arriba no podía entender como algunos seres podían vivir encerrados entre esas paredes, pero ahora, cuando estaba frente a la pequeña construcción, sentía que era un lugar con vida propia.

Pieldeseda solía pasear al amparo de la tarde, solía recorrer los escasos minutos que separaban su casita del manantial de fresas de Deldorf y allí pasaba las horas mirando como el sol lamía las luces de la tarde hasta devorarlas en zumo de mora. Esa tarde, cuando regresó a casa, descubrió allí a Reciente. Era en verdad hermoso, parecía dar luz al lugar con los reflejos que se disparaban sobre sus plumas. Se giró al escuchar los pasos tranquilos de Pieldeseda, y mirándolo con una sonrisa, le dijo….

-¡Es tan hermoso, el tiempo! Un río de instantes que fluyen altivos hacía ese pequeño reloj y, que una vez dentro, son conducidos por una mano diestra hacia el orden, hacia las horas, los días…

Los seres como Reciente no conocían el tiempo. Ellos existían desde el principio, y lo harían hasta el final, por lo que para ellos siempre era ahora. El misterio de los momentos, de los instantes pasados era para ellos, algo intangible, no tenían memoria, no tenían deseos, no había en ellos ni pasado ni futuro. “Si yo tuviera tiempo” solía escuchar Pieldeseda a Reciente cada tarde, cuando él bajaba allí a conocerlo de nuevo. “Si yo tuviera tiempo”. Poco a poco, el relojero fue tomándole cariño a Reciente y fue apenándose por su situación, cada día, durante años, baja allí, y mirando la casita, el reloj, decía: “¡Es tan hermoso el tiempo!”.

Un día sin nombre y sin número algo cambió. Era una tarde plácida, las horas surgían tranquilas bajo la cubierta del barco comandado por Corazóndolido, y ella salió de su casita para saludar a la tarde. Cuando comenzó a saludar a las nubes, al cielo, descubrió a alguien que la miraba desde abajo: era un ser precioso con dos alas, como aquellas que un día comandaron su vida surcando los vientos y los mares, y Corazóndolido suspiró “!Si yo tuviera alas!”, al tiempo que un suspiro ascendía desde Reciente “¡Si yo tuviera tiempo!”. Entonces, el dulce relojero comenzó a encajar las piezas de su nuevo reloj, de su nueva máquina “¡Tendrás tiempo, Reciente, tendrás alas Corazóndolido!”, y diciendo esto quitó el parado corazón que el alado ser tenía en su pecho sustituyéndolo por el hermoso reloj de cuco que coronaba su cabaña.

Los elfos cuentan que ambos consiguieron lo que deseaban y que hoy, ayer, y siempre el tiempo los acuna entre nubes de algodón y sargazos de día. Permitidme, niños, que os cuente una historia, es la historia de un relojero que dio alas al tiempo.


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