El silencio del sobre cerrado
Alfredo Viento sacó del cajón aquella carta, todavía sin abrir, en cuyo remite, con letra pulcra y tinta azul, estaba escrito “María Gijón Alarde”. Acarició aquel nombre con la yema del dedo índice, siguiendo su cuidada caligrafía. Casi podía sentir el surco provocado por la pluma sobre el papel, el trazo delgado de la tinta seca, la voz atrapada en su interior tantos años. Aquella epístola contenía toda la nostalgia del mundo, la avariciosa tristeza que consumía su razón transformándola en ansiedad. La miró al trasluz, como solía hacer, y vio bailar las palabras dentro de ella, borrosas, difusas, ininteligibles. Así quedarían por el resto del tiempo, atrapadas hasta que el presente se tornara en amarillo futuro, hasta que el papel se quebrara y la tinta se deslizara en polvo. Alfredo se acercó la carta al rostro; todavía guardaba el aroma de un perfume ya olvidado, ese sabor añejo del correo que sorprendía agazapado en el buzón hasta que el gruñido de la portezuela lo sacaba a la luz. Ya nadie escribía cartas. La paciencia de la espera, la relectura deliciosa, la voz interna que narraba cada párrafo: “Al recibo de la presente”, “atentamente”, la palabra cortés, el deseo de encontrar una pronta respuesta, la magia perdida de una conversación lenta y delicada. Cerró el cajón y se sentó junto a la ventana que daba al bosque de castaños tras la casa. El otoño ya apuntaba maneras y Céfiro serpenteaba entre las ramas de los árboles haciendo bailar las casetas de pájaros que habían colgado juntos aquel lejano verano. Ya no había pájaros habitando aquellas casas, igual que la voz que escribió aquella carta ya no volvería a resonar en sus oídos. Pero, mientras las palabras estuvieran cautivas en aquel sobre, ella estaría siempre viva para él, esperando su respuesta. Alfredo Viento guardó de nuevo la carta en su lugar pensando que, cada vez que volvía a depositar aquel sobre sin abrir en el cajón, marchitaba con él una parte de su propia alma.
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