En un lugar del camino
Recuerdo los charcos de luz que el sol astuto dejaba sobre el suelo atravesando las copas de los árboles, el crujido de los pasos sobre la arena húmeda del camino, la niebla que jugaba al escondite entre los troncos de los castaños que amurallaban el sendero, cruzándolo como hebras de algodón translúcido. Me traslado allí a menudo, cuando el mundo real se apresura, cuando los cascos de los caballos del tiempo quieren pasar sobre mí. Entonces, noto en mi espalda el peso liviano de la mochila y alrededor se percibe el olor cálido del pan recién hecho junto a los silbos del viento entre las hojas y vuelvo al camino; a las mañanas de agosto sin premura, al tiempo de la soledad del caminante que peregrina con el único rumbo de escuchar el vacío de sus pensamientos. El cansancio de los días pasados es como un eco que reverbera en las piernas, el tiempo regalado a uno mismo como premio indeleble, como la vida real impregnada en el paladar tras un trago largo de vino y miel. Y, a la vuelta de aquel lugar imaginado, la vida alquilada sigue exigiendo su peaje; el trabajo mata la ilusión y la fantasía, quebrando el futuro con el lastre impuesto de producir para otros, de servir como instrumento de su riqueza y su miseria. Pero no podrán lograr que deje de viajar a ese lugar, a ese tiempo, a ese camino peregrinado desde hace dos mil años en el que el alma es libre y los pasos te llevan allá dónde tú deseas. Recuerdo la larga marcha que queda todavía por transitar y, midiendo latidos, vuelvo a la realidad sin otras ganas que no sean las de escapar de ella.
0 comentarios