Flores de sal

Trenzar los dedos de sus manos era como entretejer sus almas para caminar a la par, nunca uno por delante del otro sino marcando un paso irregular, como un baile, como la respiración entrecortada que trae la pasión. Sus miradas eran como faros, que giraban para observarse y darse luz, al tiempo que brotaban a su paso flores de sal. Sus pieles se buscaban, como se buscan los amantes, como se arroja el mar sobre las rocas. Y así, con el andar calmo de las tardes de verano, acompasados al sonido de las cigarras, se daban el uno al otro sin más palabra que la dada tiempo atrás con la mano sobre el pecho, juramento de fidelidad escrito tan solo sobre la finita eternidad que se prometieron juntos. Y todo el azúcar que se derrama en sus palabras no dichas crea un río de caramelo sobre el que navegan, perezosos de despertar a un mundo que perdió hace mucho toda la luz que ellos albergan. Será, quizá, el tiempo el único verdugo de su amor a la par que el testigo mudo de su eternidad.
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