Frente al atardecer

Allí estaban ellos, en el quinto piso, frente al atardecer enrojecido que ardía al final del verano, vestidos tan solo con las voces que ascendían desde el parque que habitaba a pie del edificio. El otoño se avecinaba y, con él, la melancolía de la rutina y las hojas caídas, las tardes menguantes, las primeras lluvias, el tiempo de la lana y el paño. Pero ellos seguían allí, piel con piel, inmunes al tiempo que consumía su domingo, como dos mascarones de proa navegando hacia una noche incierta. La vida también avanzaba al otoño. Sus tiempos de verano ya los maduraron a soles distintos y, ahora, se saboreaban el uno al otro, paladeando cada matiz del tanino envejecido, de la piel curtida y de las heridas cerradas. Se miraban en la calma de sus ojos, sin buscar tempestades, se amaban en la quietud de la mañana, que los encontraba sonriéndose sobre la almohada, y eran el uno la medida del amor del otro, como siempre debería haber sido. Y así, a través de la ventana del quinto piso, frente al atardecer, se colmaban, sacando de sus rostros los besos como el escultor que extraía la escultura de la piedra.
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