Hoteles de invierno
Ella era como un hotel de temporada, con inviernos largos y vacíos. Su voz era el eco de los pasillos enmoquetados, interiores, oscuros. Sus ojos parpadeaban como el cartel que tildaba sobre la marquesina de la puerta. Era el tiempo que media entre estaciones de paso, la calma de la espera del atardecer, el paso por dar que siempre queda en el camino. Abandonada, como el creyente que ha perdido su fe, contaba los instantes entre latidos para dilatar el tiempo, para respirar en el recuerdo de los hombres de verano que la habitaron y que, en las postrimerías del estío, huyeron a lugares más cálidos. Al primer desconchón de sus paredes escaparon aquellos que tan solo la querían en lozanía, dejando tras ellos los equipajes vacíos de un tiempo que pensó feliz, y se descubrió en los espejos de las paredes, con la mirada marchita y la sonrisa deshojada, intentando entender aquella soledad que nunca la había abandonado, con las arrugas tempranas como carreteras por las que ya tan solo transitaba el tiempo. Dio paso la esperanza a la templanza, la pasión al sosiego y los sueños a la dura verdad del que transita en el último tramo de una escalera sin destino. Y allí, entre los peldaños de su vida, se descalzó del murmullo del pasado y decidió caminar ya siempre descalza para sentir bajo sus pies la vida que le quedaba y que no tendría que compartir para ser plena. Y, colgando el cartel de no molestar en su puerta, se dio a sí misma como el que viaja solo para llegar a ninguna parte.
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