La cafetería
Ese hombre parece parte del mobiliario. Puedo verlo al pasar, cada mañana, frente a la cafetería, tras el cristal, sentado siempre a la misma mesa, con el café que se empobrece junto a él ya frío, ignorado, la mirada fija en un punto impreciso del pasado y los codos apoyados en la mesa con los brazos como pilastras sobre las que pende su cabeza. Destila tristeza y soledad, como un cuadro de Hopper con acento español, esa pena castiza con sabor a churros fríos y aceitosos, con olor a pan tostado y abandono. Algunas mañanas no está, pocas, y me pregunto que habrá sido de él. Quizá, cansado de la rutina somnolienta que nos encuentra, decide cambiar y habita otra mesa en otro café. Quizá, simplemente, ese día sea más oscuro que el resto y las sombras lo retengan. Quizá no sea nada de eso, quién sabe. Me atrae su tristeza, como una miel pegajosa de la que es difícil escapar, me atraen todas las tristezas en realidad, y, de todos los rostros repetidos, es el suyo el que más curiosidad me provoca. Quizá una curiosidad morbosa, una empatía que facilita el tránsito de mi imaginación que, desbocada, le asigna un nombre, quizá Ginés, una vida, sencilla y monótona, un pasado, sin gloria, y un futuro carente de brillo y risas. Y lo imagino levantarse, pesaroso, sin ganas, de aquella silla que es su casa durante unos minutos, pagar el café de cada día, a medio beber, ya helado sobre la mesa, arrastrar el abrigo sobre sus hombros y temer al frío que lo espera tras la puerta. Pero, en realidad, todo esto dura tan solo un segundo, el que transito, cada mañana, frente a esa cafetería llena de rostros que, a mi entender, parecen parte del mobiliario.
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