La hoja
Caminaba por la mañana sombría, húmeda por el parto del día que despertaba conmigo. Los días de otoño despiertan tristes, como los abrigos olvidados en las perchas de los hoteles durante el verano. Una pátina delgada de rocío se desperezaba por las calles empapando las ramas de los plataneros que, estos últimos días, se desvestían arrojando al suelo impúdicamente sus marchiteces. Todos caminábamos como satélites alrededor del reloj que nos marcaba el ritmo, unos pegados a sus teléfonos como si les urgiera contar los sueños que habían tenido antes de olvidarlos, otros cabizbajos por la ligera pereza de andar al trabajo sin deseo, como yo mismo. Pocas miradas se cruzan, pese a que los rostros se repiten cada mañana, gentes que se encuentran cada día y que se olvidan un instante después, que tan solo existen en el tránsito entre la vida y el trabajo, tangentes en un punto tan ínfimo que desaparece cada mañana, como el rocío. Frente a mí, acunándose en el viento frío, una hoja se desprendió de su rama y cayó, liviana, paciente, casi ingrávida. Yo la miraba, admirado por la languidez de su descenso, por el suave deambular hasta el asfalto sobre el que, sin prisa, arrancada de su árbol por el otoño, se posó como un bebé al que su madre deja en la cuna. Y, pensé entonces, que deberíamos aprender a caer como las hojas, cuando la vida nos marchite y el otoño nos alcance. Las luces de las farolas se apagaron anunciando el día y, a mi alrededor, todo seguía igual, la vida continuaba para todos salvo para una hoja.
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