La niña
Aunque caminara sobre senderos de sal con heridas en los pies, nada volvería a dolerle tanto como dejar a su bebé en aquella puerta, esa que no volvería a cruzar. La había llevado dentro durante nueve meses y siempre la había sentido como un polizón, un intruso no deseado, un inquilino del que es imposible deshacerse. Las promesas que le hicieron —cuando le veas el rostro te llenarás de un amor como nunca has sentido antes— no se cumplieron y lo único que sintió al expulsarla de sí fue alivio. El precio pagado tampoco fue baladí: su piel se llenó de estrías; sus caderas se abrieron como las puertas de un zaguán; sus pechos, siempre pequeños y discretos, florecieron en dolor. No quiso tenerla sobre ella. Pidió que la dejaran en la cuna, lejos de su cama, y se negó a alimentarla más allá de aquella leche de olor agrio que tenía que poner en los biberones. Tomó un comprimido de Dostinex, que casi tuvo que implorar a los médicos, para que se le retirara la subida de leche y, cuando le pidieron un nombre para inscribir a la niña buscó aquel que no representara nada para ella: Montserrat, como aquella profesora insoportable de educación física que tuvo en el instituto y a la que odiaba, tanto cómo odiaba a aquella niña. Beatriz tan solo tenía 19 años, no había pedido ser madre, no había pensado, ni por un momento, tener que aparcar toda su vida por un renacuajo al que nadie había invitado a aquella fiesta que se había prometido tan feliz. Así que, cuando pudo abandonar el hospital no tuvo ninguna duda. Aquella niña tenía un padre y él debería ser quién se ocupara de ella. En el canasto que le habían regalado aquellas enfermeras, llevadas por el llanto constante de aquella joven solitaria, balbuceaba la pequeña Montserrat. En su cuello portaba una cadenita de oro con una cruz de Caravaca —<<para evitar el mal de ojo>>, dijo una de las auxiliares, depositándolo junto al cuerpecito caliente de la pequeña— y vestía un pijama blanco y un gorrito diminuto. Cualquiera se habría enternecido con la imagen de la niña, pero Beatriz tenía un destino, un futuro y no estaba dispuesto a renunciar a él por nada ni por nadie.
Cuando dejó el canasto sobre el felpudo intentó no mirar, pero no pudo evitarlo. Los ojos de Montserrat, todavía hinchados por el parto, la observaban, aunque estaba segura de que no podía verla. Y, como una grieta causada como un terremoto, se partió en dos. La escalera, que descendía a lo que ahora parecía el infierno, se arremolinaba bajo ella. El aroma del bebé llenaba aquel breve espacio en el que tan solo la puerta del estudio se mantenía en pie. Llamó al timbre y, el agudo sonido, la sacó de aquel aturdimiento. Como una exhalación, se arrojó escaleras abajo sin esperar a saber si alguien abriría aquella puerta maldita. Cuando llegó al portal ni siquiera había respirado tres veces, y al abrir la puerta, la luz del frío sol de inverno la golpeó borrándole todo recuerdo de aquella niña a la que acababa de abandonar. Aún así, en su pecho, un recuerdo roto dejó una herida que ya nunca podría cerrar.
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