La primera niebla
La primera niebla de otoño los sorprendió, todavía con los ojos llenos de verano. Las hojas de los árboles y los primeros edredones cayeron sobre calles y camas, se pintó el atardecer los labios de naranjas y rojos y comenzaron los sofás a pedir tregua bajo las mantas que escaparon de los altillos de los armarios. La cerveza dio paso al vino tinto y en los bosques asomaron tímidas las primeras setas, inhabitables casas para duendes que marcharon a trabajar a la ciudad y perdieron su magia. El tiempo se hizo marrón, el viento afilado y la tarde perdió altura, mientras que ellos cubrían sus pies y caminaban sobre mullidas alfombras de musgo húmedo. Los bosques susurraron con sus hojas secas, como aplausos oscos, y las ollas comenzaron a hervir sobre las lumbres. Y ellos, sentados en las terrazas valientes de los cafés, abrazaban las tazas humeantes para calentar sus manos, viendo pasar frente a ellos al tiempo inquieto que precedía al invierno. El olor a leña cubrió los pueblos, los gatos comenzaron a acurrucarse bajo los motores calientes de los vehículos y las nueces empezaron a sonar huecas como sonajeros de un otoño recién nacido. Las gentes, de nuevo, volvieron a buscarse en la noche para dormir abrazados y despertar con olor a mañana y a besos.
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