La rama del manzano
La primera frase fue cómo una lanza temblorosa arrojada al aire con los ojos cerrados, cómo un arpón sin ballena a la que aferrarse. Pero, aun así, el anzuelo volvió con una nota prendida, con la respuesta inesperada del otro lado de la puerta que siempre pensó cerrada. Qué hacer, qué decir, qué pensar. Trazar un plan era cómo dibujar sobre la arena de la playa, así que decidió lanzarse al vacío sin red, sin paracaídas, agitando las invisibles alas de la esperanza sabiéndose grávido; aun así, remontó el vuelo, alzado por las corrientes de una nueva voz que lo sostenía allí arriba, tan alto, sobre el pasado. Respiró con los ojos cerrados antes de posarse junto a ella en la rama de aquel manzano. Y el tiempo se hizo sidra, en los relojes de las enormes cubas, marcados los segundos por las olas peinadas por el viento y los días por el traqueteo de los trenes sobre las vías, cayeron las hojas de los libros al otoño y, sin darse cuenta, dejaron de pensarse el uno sin el otro. Y volvió septiembre, y los encontró vendimiando los vinos que beberán, como cada año, volvió a recordarles la primera frase que se dijeron y aquel lugar, tras la tormenta, en la que se encontraron. Y ya nada fue igual, y ya nada lo será.
0 comentarios