La tormenta
Aquel año tan solo hubo una tormenta en junio, una de esas tormentas de primavera que desafiaba a la ciudad y peleaba con ella lanzándole todo lo que tenía, ráfagas de lluvia descomunales que anegaban las calles; truenos y relámpagos nunca vistos que partían árboles y quebraban voluntades. Los paraguas levantaban sus brazos derrotados por el viento mientras por el asfalto corrían, en huida vertiginosa, sombrillas, mesas y sillas de las desprevenidas terrazas que habían sido asaltadas por la tempestad. Bajo los aleros de los tejados, bajo los balcones y en los portales abiertos se agolpaban transeúntes asustados, humillados por la lluvia que adhería sus ropas a sus cuerpos, ahora fríos, ateridos y temblequeantes. Los vehículos levantaban olas a su paso, saludándose unos a otros con sus limpiaparabrisas apresurados. Los pájaros, agazapados en los alféizares de las ventanas de los edificios, esperaban pacientes que el cielo se cansara de pelear y, sin previo aviso, las nubes se abrieron y una lanza de luz penetró hasta las cúpulas de los templos en los que los fieles se habían encomendado a su dios para que cesara el castigo. La ciudad se recompuso el pelo y, limpia de polvo y molicie, volvió a ponerse de tiros largos con las lentejuelas de los charcos sobre su piel de ladrillo y hormigón. Después, olvidada la calma, volvió el bullicio.
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