La tormenta
Aparcó frente al teatro sin saber, en realidad, si deseaba entrar a ver aquella función. Llovía sin mesura; lo había hecho durante buena parte del día y tan solo el hecho de cruzar la calle hasta lograr cobijarse bajo la marquesina de la entrada sería como darse una ducha con la ropa puesta. Su paraguas yacía maltrecho en el asiento de atrás, agotado tras la pelea contra el viento que lo había vuelto del revés transformándolo en una improvisada flor de tela, y poco podría guarecerse ya con él del vendaval. Y, por si las adversidades fueran pocas, además calzaba sus bonitas sandalias de medio tacón, perfectas para cualquier otro día de primavera que no fuese aquel. Los cristales del auto comenzaban a empañarse, transformando las luces de la calle en estrellas desdibujadas, y el teléfono comenzó a vibrar dentro su bolso. De sobra sabía para qué la llamaba, pero cruzar la calle sería como vadear el Amazonas y, además, una pequeña sensación de angustia la tenía cautiva en la indecisión. El repiqueteo constante del agua contra la chapa del vehículo la acuciaba y le daba sobradas razones para arrancar y marcharse a casa, de donde quizá no habría debido salir aquella tarde, más propicia a la manta y al sofá que a citas improvisadas de segundo plato. ¿Por qué, simplemente, no le había dicho que no? ¿Qué tenía aquella chica que era incapaz de negarle nada? “Tengo entradas para el teatro y Marta no puede venir, ¿te animas?” y ella, casi balbuceando no pudo decirle que no.
Miedo, eso era lo que sentía, miedo, pánico al descontrol de su pecho, a la verdad que siempre había dejado aparcada en su mente cuando miraba a otras chichas, a admitir que, quizá, todas sus relaciones habían fracasado porque, en realidad, no eran ellos quienes le hacían cabalgar su corazón a todo galope. Una tregua momentánea de la tormenta la dejó sin excusas y, presa de la sinrazón y armándose de valor salió del coche como una exhalación cruzando entre el denso tráfico guarecida únicamente bajo la chaqueta de punto que, como una capa, puso sobre su cabeza y sus hombros intentando que el agua no estropeara su peinado. Como una piedra rebotando sobre los charcos, levantando a su paso pequeñas olas sobre el pavimento, embistió contra la puerta del teatro trastabillando cuando esta se abrió sin oponer casi resistencia, yendo a caer en los brazos de Julia que la miraba divertida, mientras una pátina encarnada la ruborizaba por su torpeza.
—¡Qué efusiva!
—Perdona —dijo mientras intentaba recomponerse—, está cayendo un diluvio y casi si puedo llegar.
Julia la miró divertida y, con toda naturalidad, besó sus mejillas con una dulzura que le provocó un calambre placentero, llegando a hacerla temblar ligeramente a su contacto. La tomó de la mano, con su piel siempre cálida y suave, y dejó junto a ella el aroma a ese perfume caro que siempre la hacía presente mientras la llevaba hasta el patio de butacas. Allí se sentó junto a ella sin soltarle la mano durante toda la noche. Y la tormenta amainó.
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