La última curva
Saberlo no le hizo más sabio. Ni tan siquiera le sirvió para evitarlo. Tan sólo le permitió ser consciente de que el tiempo era un regalo que había desperdiciado una y otra vez, viéndolo pasar como el agua de un río. Allí estaba él, con las manos metidas en los bolsillos y haciendo pompas de saliva con la boca como si nada fuese más importante que ese vacío lleno de eco que era su cabeza la mayor parte del tiempo, dejando fluir la nada en la que se diluía ante la perspectiva del peso que sentía al pensar, la carga de aquella voz interior que había ahogado a base de no escucharla a lo largo de toda su vida. Miraba a los demás sin esforzarse un ápice en comprenderlos; para él eran tan solo peces en una enorme pecera que deambulaban a su alrededor sin más sentido que el suyo propio. Tomaba lo que le apetecía, cuando quería y luego lo abandonaba olvidándolo de inmediato. No guardaba esperanzas ni anhelos, le bastaba con sobrevivir al tiempo que le iba robando sus segundos uno tras otro. Y así, un día, se encontró con la verdad, la certeza de que más pronto o más tarde todo aquello terminaría con un velo negro al que no podría evitar. Y lo supo. La vida le devolvió su imagen decrépita en el espejo de la mirada de los demás y sus fantasmas, que eran en realidad él mismo, lo acosaron llenando sus oídos de verdades que nunca quiso escuchar. Y la última curva, ese momento en el que uno ya no puede mirar hacia atrás, le llegó mientras él seguía estando vacío.
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