Las piscinas vacías
Le obsesionaban las piscinas vacías. Eran como tumbas del verano, canteras profundas, heridas sin cerrar en la corteza de tiempos pasados, tiempos cálidos y venturosos que murieron en septiembre. Se acercaba a ellas con el vértigo de un miedo irracional a caer dentro, observando aquellas escaleras imposibles, de aluminio, con tres peldaños que no llevaban a ningún sitio, que te dejaban colgando sobre el lecho oscuro de hojas secas, flotando sobre los oscuros charcos que llenó la lluvia de otoño y que, el inverno, mantenía ociosos en el lugar más profundo de aquella sima artificial. A veces, también había un pequeño trampolín, como una lengua burlona, resbaladizo, como el puente de un barco pirata cuyo extremo conducía a una muerte segura. Se descalzaba y, con pasos pequeños, caminaba sobre ellos con los brazos extendidos, como un funambulista, desafiando al gélido viento que pugnaba por derribarlo. Al llegar al otro extremo cerraba los ojos y se imaginaba saltando al agua, al vacío, casi podía paladear la sensación, el pequeño instante de ingravidez seguido del momento en el que la gravedad lo atrapaba y lo empujaba con fuerza, cayendo, como si fuera el mundo el que se arrojara sobre él, rompiendo la superficie del agua. Después volvía a abrir los ojos y miraba al vacío. Allí, sobre él, compartía el suyo propio, la oquedad de su alma envuelta en silencio, la extremaunción de sus recuerdos que debía dejar morir antes de que lo lastraran al fondo de las piscinas vacías que conformaban su vida.
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