Leche caliente con miel
El único remedio que le funcionaba era un poco de leche caliente con miel y limón; ese era el bálsamo con el que aplacaba la desazón de sus días y que le abría la puerta a las noches de sueños dulces, a ese estado onírico que alcanzaba en ese momento mágico en el que el silencio envuelve la vida. Vestida con aquel viejo pijama que todavía tenía su olor, el olor amable de las mañanas de domingo, el de los abrazos regalados, de las caricias sinceras, del tiempo sin reloj que se prestaban uno al otro bajo las mullidas mantas del despertar pausado, así vestida, se presentaba ante el espejo de la monotonía y allí se desprendía de la costra que, a lo largo del día, se adhería a su alma, desnudándose de las prisas y el ahogo, del cronómetro y la inercia, deteniendo la carrera del corazón sordo que le doblaba turnos para intentar alcanzar al reloj al que otros daban cuerda. Y, sobre la mesita, una fosa común de libros sin leer, la luz tenue que mecía las pocas sombras de su almohada y el inagotable despertador, fascista y madrugador, que preludiaba un despertar injusto. Acomodada sobre un sinfín de almohadones, con la mirada difuminada al despojarse de sus lentes y con la cálida presencia entre sus manos de aquella la taza de loza que era su única acompañante habitual, se sumergía despacio bajo la superficie del sueño escaso que la llevaría a la mañana.
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