Los lunes
La tristeza son los lunes, la rutina que doma, el sabor amargo del café vespertino que intenta llenar los huecos que deja la soledad del camino al trabajo, la ira contenida que se paga con los débiles y los pacientes. Los lunes son la derrota de la libertad, el flagelo del pobre, la condena del desheredado, el picor que no cesa sobre la piel, la batalla perdida, el hijo bastardo de la semana. Es más burlón el despertador los lunes y más perezosa la luz del alba y, las horas todavía frías, se alargan como bostezos intentando arrancarse de las agujas que las tejen en los relojes. Las calles son todas cuesta arriba y tienen por limpiar las telarañas de los ojos cuando se transforman en sierpes sinuosas que reptan sobre el río helado de la mañana. Es el día desnudo que camina descalzo sobre goma pegajosa, la ruina que se desploma sobre el presente y dolor de cabeza que queda residente tras la analgesia. Odiar los lunes es una religión que profeso, el credo del que sobrevive al domingo agarrándose con uñas y dientes al ocaso de la semana, el que no cree en más dios que el viernes inalcanzable y el que, estando de vacaciones, tan solo respira sábados. Pasará éste, como pasaron otros tantos y llegará el martes, vestido de prohibiciones para embarcar o casarse. Y ya tomará ritmo el tiempo escapando entre los dedos, pareciendo que nos falta aliento, caminando por el borde del desencanto hasta que, sin darnos casi cuenta, nos pagará la vida con un parpadeo de libertad, como un falso premio que se da a un perro que obedece. Y, de nuevo, será lunes.
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