Los once Mandamientos

Publicado por garvidal en

Desde pequeña, la figura de Dios había sido una presencia constante en su vida. Había actuado respecto a su mandato y a sus leyes, siguiendo en todo momento la senda marcada por la iglesia. No matarás, le decían, honrarás a tu padre y a tu madre. Cada paso que daba, cada decisión que tomaba siempre iba precedida de una súplica, de una oración, del peso del miedo al pecado que, sin buscarlo, se nos asignaba de oficio al nacer por gracia divina. No robarás, le decían, no mentirás. Y el peso del miedo al juicio, la necesidad de confesión forzada, la necesaria sumisión al padre de todos, representado por una infinita jerarquía de hombres poderosos y estériles, le marcó a fuego su lugar en el mundo. Santificarás las fiestas, le decían, no cometerás actos impuros. Le dijeron quién debía ser, como debía comportarse, mujer, madre, aceptando los inviolables preceptos del padre, del Dios hombre representado por otros hombres, hombres que se sentían con derecho a apostolar y adoctrinar sobre familia, sexo, matrimonio y muchos otros temas a los que ellos mismos no tenían acceso por su condición de transmisores de la palabra y la verdad. La relegaron a ser cuna, germen de vida y a estar al servicio de todos; le transmitieron la culpa por la libertad, el pago del libre albedrío concedido para hacernos mártires de nuestros actos, responsables de nuestra existencia y nuestros anhelos; le hicieron sentirse sucia por su deseo, impura por su placer, pecadora de palabra, obra y omisión. No tomarás el nombre de Dios en vano, le dijeron, y amarás a Dios sobre todas las cosas. Pero cuando llegó el momento en el que Dios, ese Dios, tenía que ayudar, cuando en su infinito poder y en su extrema bondad ella le pidió el milagro que necesitaba, la explicación a la pérdida, la razón del dolor, tan solo hubo silencio, un silencio refrendado por el vacío, por la verdad. Nadie puede hablar sin voz, nadie puede escuchar si no existe. “Los caminos del Señor”, le dijeron, “está ahora a su lado, junto a él”, le mintieron. Se arrancó el crucifijo que prendía de su pecho y cambió el último de los mandamientos recibidos. “Te amarás a ti misma sobre todas las cosas”, se dijo, y se lanzó al mundo con un alma nueva, propia y libre.

Categorías: Microrrelato

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