Los zapatos de Budapest
Cada noche, el río los despertaba de su eterno letargo llamándolos por sus nombre, liberándolos del fango helado que, cual tumba perpetua, los acogía alimentándose de sus almas torturadas. Uno a uno ascendían a la superficie y surgían del agua gélida en la rivera de Pest. Allí calzaban sus pies desnudos y, vistiendo sus fantasmas con la noche, se internaban en una ciudad extraña pero suya. Caminaban por las calles recogiendo a aquellos otros que cayeron por hambre, por frío o, simplemente, cercenadas sus vidas por el capricho de aquellos que se pensaron con derecho a ello.
Las cerradas puertas del templo nunca detuvieron a la muerte, así que las profanan caminando a su través hasta que la sinagoga se muestra desnuda ante ellos. Ya son miles, cientos de miles quizá, pero las almas atormentadas no ocupan lugar en el templo. Se detienen, callan y esperan. Lo esperan a Él, aquel de los mil nombres, el infinito, aquel en el que creyeron y cuyas promesas les fueron dadas por los que pensaron sabios. Pero Él no viene. Nunca lo ha hecho. No lo hizo cuando mataron a sus hijos, no lo hizo cuando violaron a sus mujeres, aquel que les prometió la vida eterna y por quien están condenados a una muerte eterna.
Al llegar la madrugada se marchan, deben dejar sitio a los vivos. Caminan por las calles de una ciudad que es suya, pero extraña. Algunos van muriendo de hambre, de frío o asesinados de nuevo. Al llegar al río, los fantasmas tenues de sus asesinos también regresan. Les obligan a descalzarse y los atan entre ellos con alambre de espino. Ejecutan sin piedad a aquellos afortunados que están en los extremos y arrojan al grupo completo a las gélidas aguas, que los acogen de nuevo entre el fango como una tumba perpetua.
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