Minerva
Minerva tomaba de la vida lo que ésta le daba. Aquello de los limones y la limonada que le decía su abuela, el “collige, virgo, rosas” que le rezaba su profesor de literatura del instituto y, sobre todo, el hambre de vida que la azotaba desde que era pequeña cuando, una tarde lluviosa de septiembre, se quedó sola. De todos los recuerdos de su madre, el más intenso era su olor, el calor de sus mejillas, el rubor del último beso de despedida. De su padre, en cambio, la miel de sus ojos que veía en la templanza del espejo cada mañana y el cabello anillado. Lo demás, si algún día existió, se había desdibujado con el tiempo. Los recuerdos son peces de río, se te escapan entre las manos; a veces percibes un brillo en el agua durante un instante, pero lo pierdes un momento después. Así que Minerva se convirtió en una cometa sin hilo, en el globo que se escapa de la mano del niño, en el barco de papel que navega por la corriente caprichosa de un río. Nada más que vivir, que no era poco. Le gustaba habitar el país del verano, los vestidos vaporosos, las sandalias, el mar brillante, le gustaba el sabor de la fruta del estío y las noches bajo las estrellas, los besos que se dan en el filo de los labios y caminar de la mano por la arena fría del amanecer.
0 comentarios