Pasillos
Pudo llevarla hasta la puerta de la mano, pero no entrar con ella. Allí, entre una nube de batas verdes y rostros ocultos tras mascarillas, fue devorada por la mandíbula de un dragón de afiladas puertas, que batieron tras su paso como alas de murciélago. Y el pasillo quedó en silencio. Y la vida quedó en suspenso. Con el reloj del corazón detenido el único atisbo de que el tiempo pasaba era el tildar de un fluorescente del techo que, cada varios minutos, se apagaba para resucitar en una sucesión de pequeñas campanadas de cristal. En su cabeza desfilaban un millón de cosas que quedaron sin decir, una despedida sin pronunciar y un lacerante dolor provocado por el miedo. Preso de impotencia, derrotado por la verdad de un tiempo que ya no se conjugaba en futuro, caminaba en círculos rodeando la certeza de un final anunciado, intentando esquivar, con la impericia de la esperanza, un destino cierto y triste que empañaba cualquier mañana. El hueco cantar de las monedas, que alimentaban la máquina de café cercana y que respondía al conjuro con el gruñir de un molino y un vaso de cartón acalorado, era una de las únicas certezas de que el mundo continuaba su paso ahí fuera, sin él, sin ellos. El aroma del café, siempre delicioso, llegaba hasta a él como un canto de sirena, pero tenía pavor a separarse de aquel portal al inframundo junto al que esperaba un milagro que no llegaría. A veces, una apresurada bata verde salía como una exhalación para volver, instantes después, cargada con bolsas de líquidos, vendas o instrumental que parecía parte del atrezo de una película de terror, y ,sin mirarlo tan siquiera, volvía a entrar en aquel portal al desconocido infinito fronterizo a su ansiedad. Después de una eternidad el cirujano, con templanza, atravesó el umbral y en su mirada, como una esquela, llevaba la respuesta terrible a la pregunta que nunca quiso tener que realizar.
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