Pendientes de un hilo.
Se giró cuando notó su presencia. Despuntaba la tarde sobre los tejados de pizarra y el frío llenaba los huecos que el sol dejaba. El aroma a leña quemada empezaba a fluir en volutas por las chimeneas, al tiempo que las luces ambarinas de las farolas pintaba de amarillo las calles y las plazas, que se vaciaban al toque de queda del atardecer, con el ritmo de los cierres que sonaban como avalanchas y el tildar de los carteles de los comercios. Se saludaron con un leve gesto, sin demasiado entusiasmo, con el alma cansada y el cuerpo agotado, y se sentaron uno frente a otro con la mesa como única frontera. Una mirada al camarero bastó para solicitar las bebidas habituales, que humearon prontas frente a ellos mientras abrazaban con sus manos las tazas para recibir su calor. La deriva de la conversación pronto los llevó al silencio, el tiempo pasado había causado una mella irreparable y perdían la vista el uno del otro con gesto pensativo. El hilo delgado que los unía perdía hebra y adelgazaba sin cesar, volviéndose quebradizo a cada paso, hasta que, sin esfuerzo alguno, se partió y ambos volvieron a cruzar miradas sin verse. Tan sólo quedaba la despedida, y así fue.
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