Puzle
Se abandonaba al recuerdo de las tardes plácidas de finales del verano, con el sabor de la melaza en los labios y la memoria de su piel todavía impresa bajo la suya propia. Para ella, viajar a aquel tiempo era como desgajar una naranja, sentir el jugo dulce del pasado, los aromas de aquellos besos que encajaban en su boca como piezas de un puzle; la brisa que hacía ondear su vestido de lino blanco, el crujido suave de la arena de la playa bajo las pisadas de sus sandalias, la amable calma que pintaba los tardíos ocasos de aquel estío y que todavía alimentaba su dicha. Había sido el tiempo más feliz de su vida, no tenía ninguna duda, y por ello le gustaba paladear aquel recuerdo. Existimos en el hoy, vivimos en el ayer y somos la difuminada sombra de un mañana lejano que quizá no lleguemos a alcanzar y, por ello, disfrutaba de cada instante vivido, de libar la esencia de todos y cada uno de los abrazos en los que se destilaba. El invierno, como un indeseable invitado, se le hacía eterno y la marchitaba, falta del riego de sus ojos, y su corazón, que hibernaba, la dejaba indefensa frente al tiempo de nubes y de almendros que llegaría previo a la primavera. Y, al amparo del calor de la chimenea, se abandonaba al recuerdo de las tardes plácidas de finales de verano.
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