Septiembre
Como cada once de septiembre, saco el álbum de la estantería en la que descansa y lo deposito sobre la mesa. Volteo las páginas buscándola y allí está. Es una foto pequeña, algo decolorada por el tiempo, por ese tiempo que amarillea las fotos y los recuerdos. Con un carraspeo en los ojos y en el corazón la contemplo de nuevo. En ella mi padre sostiene un liviano rifle de plomos con el que apunta hacia la cámara mientras sonríe, y mi madre le pasa un brazo sobre los hombros igualando la altura de su cabeza para salir juntos en la foto. Ambos muestran una belleza lozana de juventud, de un tiempo pasado anterior a todos nosotros, que me sobrecoge y me encandila. La eternidad prendida de una foto. Se divierten, se ve en sus ojos, están sorprendidos por haber acertado el tiro y quizá algo cegados por el flash. Detrás de ellos pasa una multitud difusa que recorre el paseo de la feria.
Como cada once de septiembre guardo la imagen en el bolsillo de mi camisa y camino hacia el paseo, poblado en su parte final de tómbolas, bingos y churrerías. Allí está la caseta de tiro. Pongo un billete sobre el mostrador que se transforma en algunas monedas y varios balines de plomo. Cargo la carabina y apunto. Quizá, si acierto, alguien mire mi foto dentro de muchos años cuando, como mi padre, yo ya no vea más ferias.
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