Tango
El quebrado llanto de una acordeón voceaba un tango en la plaza del salvador, fluyendo desde un callejón adormecido que daba franco paso a la plaza del Teatro, lleno de historias amargas, como la voz misma rasgada en tango de aquella mañana calurosa de Junio, blanca como las velas de un bergantín recién fletado, calurosa como una tarde de siesta, tranquila como los ojos de un niño adormilado. Los pasos de Antonio se perdían entre las bandadas de palomas que manchaban de blanco el suelo de la plaza, con pinceladas en blanco y negro que refulgían al sol inmisericorde, restregando los ojos de los madrugadores como un despertador silencioso. Las sombras que se movían a su alrededor eran, tan solo, espectros vespertinos que redimían sus culpas al flagelo de la mañana, vestidos de linos y sedas, evitando la luz abrasadora de las mañanas de los miércoles. El puesto de flores que se erigía en el centro de la plaza se marchitaba al paso de los viandantes, escondidos los borbotones de jazmines entre las rosas ensangrentadas de intenso rojo y los tulipanes que miraban, siempre por encima del hombro, al resto de las plantas entre las sombras. Algunas mujeres, más sombrías que el resto, rogaban una limosna entregando al aire sus súplicas y mostrando fotografías que les eran tan extrañas como a Antonio, que seguía su deambular entre las afiladas cumbres de su pensamiento, perdido en una plaza, tanto como en su mente, como en su alma, varado su pesar en el puerto lejano de recuerdos que, hoy, lo deslumbraban más que el sol de la mañana.
Sentía arder su tiempo, consumiéndose como la mecha de un cartucho mojado, destino frío al que caminaba somnoliento entre las brumas de su propia mirada, entre las sombras austeras y miserables que poblaban su mañana, sudoroso, entre el almíbar de unos besos que añoraba y recordaba ya lejanos, entre la bamboleante sensación de estar perdido entre el tiempo y el espacio, buscando restos de los abrazos que recibía antaño, regalados por ojos dulces que lo miraban cerca, muy cerca, entrecerradas sonrisas que recordaba pegadas a sus labios y manos acariciando su espalda en búsqueda de los tesoros cadenciosos de la noche. Pero la luz lo cegaba en al mañana, la soledad que lo perseguía acogida en su propia sombra, le susurraba los recuerdos de noches cercanas, para que su mente, de por sí recatada en la mañana, volara como una bruma de vapor de sueños.
Al fondo de la calle, la verdad cruel de un cristal, le devolvió su imagen, como lacerante reflejo de un desconocido, intentó verse en ese cuerpo en soledad, pero le faltaba la parte de su alma que había dejado dormida sobre una cama de plumas allá, lejos, en otra ciudad, en otro tiempo, y estaba tan partido, tan vacío sin aquel otro cuerpo, que se miraba sin reconocerse en el reflejo impertinente del cristal. Detenido el tiempo de verano, cálidos los silencios, frenó su caminar cansado frente a la imagen imperceptible de su soledad, cruzó unas palabras con la mañana, y se giró, nada calmaría su sed que no fueran los besos de su dama lejana, y la sed era tanta como los pasos que lo llevarían a ella. Todo perdió sentido, y todo lo recuperó cuando la decisión tomada desde el corazón se hizo fuerte, y se dirigió, en un susurro, hacia los abrazos cómplices que lo esperaban más allá de la llanura.
La mañana continuó, plácida, jugando con las sombras de los abedules en la plaza del Salvador, siempre con el murmullo de una ciudad que despierta, siempre en verano.
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