Trascender

La rutina lo fagocitó y la vida lo vomitó después de intentar digerirlo y dejarlo seco de sueños. Pero él no se dio ni tan siquiera cuenta. Tan solo pensaba que era difícil remar con los remos quebrados que le habían tocado en suerte, pero la verdad es que nunca tuvo los arrestos de arrojarse al mar y nadar. ¡Dónde la marea te lleve! Eso le habían contado desde pequeño. Y ahí, en la deriva, perdió su sentido y su ser. Le dibujaban las zanahorias que perseguía, nunca había visto una de verdad. Daban cuerda a su reloj, cobrándole minutos por ello y le pareció bien, porque la justicia que conocía era la que otros habían marcado para él y para los que eran como él. Se sintió culpable de pecados no cometidos y pidió perdón a un dios ambiguo y parcial. ¡No comerás carne en viernes! Y tomó palabra de la verdad que no lo era y no lo hizo. Otros comieron su carne. Y, cuando esperó recibir los frutos de tanto esfuerzo, se percató de que, en el empeño de vivir, había perdido la vida. Entonces lo aparcaron, como un auto viejo, en un callejón sin salida que solo conducía al desguace. Y su ejemplo no sirvió para el resto que, como a él, destinaron a ser gente, ya que también andaban ciegos. Yo lo vi, desde la ventana de mi cuarto, mientras pintaba en el cielo atardeceres, lo vi allí, reseco, quebradizo, viejo. Y esa parte rebelde que habita en mí, esa terquedad vehemente que no sabe abandonarme, me hizo prometer que, antes de que el olvido me alcanzara, dejaría sobre los estantes que posan las miradas los que están por venir, recuerdos indelebles, huellas de mi paso y las historias que viví y al vivirlas inventé. Y entonces, trascender fue más fácil al saber que el futuro es el recuerdo de los cercanos y la herencia intangible de los que te sueñan.
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