Vigilia
Cortó la cebolla en brunoise y aspiró profundamente el primer chisporroteo del aceite cuando la depositó sobre la sartén caliente. Era olor a hogar, a cocina de casa. Le asaltó de nuevo, como cada vez que comenzaba a cocinar, el recuerdo de su abuela, cómo cada vez que sofreía cebollas. Sentía que se trasladaba a su lado, agarrado del mandil gris que, como una segunda piel, siempre usaba en la cocina. Le parecía estar viéndola en aquella vieja casa, con sus manos hábiles, aunque arrugadas y llenas de manchas de la edad, moviendo cazuelas y sartenes sobre el fuego, cortando verduras y canturreando al son de la pequeña radio que habitaba junto al San Pancracio coronado de ramas de perejil en la repisa esquinera sobre el viejo frigorífico. La ventana abierta para que el humo tuviera escape y las voces de las vecinas, como un coro desentrenado, piando en los patios de luces. ¿Cómo era aquello que siempre sonaba a las doce? ¡Ah, sí! La hora del Ángelus, en la que comenzaban a rezar un Avemaría mientras su abuela rezongaba entre dientes maldiciones que haría palidecer a un marinero de Cartagena. La recordaba haciendo potaje de vigilia, con el bacalao, que había comprado en la mantequería, metido en agua desde hacía dos días, con alubias, espinacas, unas patatas de las que siempre dormían tímidas bajo la encimera cubierta con una tela en lugar de puertas o cajones, y unos “rellenos” o “panecicos” que también los había escuchado nombrar, hechos de huevo, pan rallado, cebolla y ajo, bien fritos y de los que siempre apartaba un par para él. El solaz de la cocina calmada, del puchero barrigón, de la charla en aquellas sillas de patas de alambre junto a la mesa pegada a la pared; con la mirada en el calendario del banco en el que se anotaban citas de médicos y cumpleaños de hijos y nietos. Recordó la vieja libreta, de tapas azules, en la que con letra pulcra su abuela transcribía las recetas que sabía de memoria, siempre añadiendo las medidas de mesura, una pizca, una cucharada, la harina que admita, intentando trasladar a palabras la experiencia de una vida cocinando para otros, dándose a todos ellos a través de sus guisos. ¿Dónde estaría esa libreta? La cebolla, ya pochaba, solicitó su atención. Tomó la sartén por el mango, con un golpe de muñeca hizo volar su contenido que volvió a caer como una ola sobre la playa. Se prometió llamar a su madre después del servicio, añoraba volver a comer en casa.
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