Y después, ella.
Tomarla de la mano fue un acto tan natural, tan orgánico, que él mismo se sorprendió cuando la notó entre las suyas. Era como si su cuerpo no quisiera dejarla ir, como si, de un modo inconsciente, su sincronía natural, sus miradas cruzadas, el reto constante de su conversación hubiera creado un vínculo indisoluble que pugnaba contra la razón, que los llevaba persiguiendo aquellos dos días. Junto a ellos caminaba el tiempo, que se dejaba caer como la lluvia plácida del otoño venidero, ese contrarreloj pausado que acelera el pulso y obliga, contra el que lucha el miedo, el pudor y el deseo. Y su mano entre las suyas, como el eslabón tenue que impedía se rompiera la noche, como el testigo suave del comienzo de un camino por recorrer juntos, libando la piel el uno del otro con amagos de caricias diminutas, de ínfimos abrazos entre sus dedos que jugueteaban a ser niños. Se llevó su mano a los labios, para besarla, para dejar allí la impronta sellada de un mensaje, un telegrama urgente pidiendo que el presente no terminara nunca. Y después, ella. Y después, ella.
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